jueves, 25 de septiembre de 2014

Televisión generalista: una victoria ilegítima

Medios de comunicación generalistas y gran público
Dominique Wolton*



¿La fuerza de la televisión? Su éxito popular. ¿Su debilidad? Su ausencia de legitimidad para las élites culturales. Esto es así desde hace medio siglo, incluso aunque las élites, reivindicando más democracia cultural, nunca se hayan dado cuenta de que la televisión correspondía en parte a este ideal democrático que permite el acceso de una gran cantidad de público a la información, a la cultura o a la diversión.

En realidad, y digan lo que digan las élites, la televisión les ha dado miedo, puesto que han visto en ella, erróneamente, un cortocircuito de los clásicos caminos de la jerarquía cultural que las habría amenazado su posición de élite. Además, en lugar de ver una oportunidad para la cultura de masas, han visto una máquina para influenciar sobre los ánimos y «bajar el nivel cultural», con lo que han retornado de esta manera la vieja obsesión contra la comunicación colectiva. 

Las investigaciones, igual que los hechos, por mucho que hayan querido quitar valor a esta sospecha, no han
conseguido nada. Cincuenta años más tarde, estamos en el mismo punto, el de una victoria ilegítima, en una posición considerable en la historia de la comunicación, sin una verdadera reflexión sobre las modificaciones que han resultado de allí para todos.

El éxito, sin embargo, no ha sido desmentido desde hace medio siglo; primero la aparición del cable y después la de los canales temáticos, no han vuelto a poner en tela de juicio a la economía general de la televisión, que se divide en tres partes desiguales: una mayoría para la televisión generalista, lo demás para los servicios del cable y el multimedia. Pensando en todas las formas, la televisión gusta, ya que ayuda
a millones de personas a vivir, a distraerse y a entender el mundo; pero como ya he explicado a menudo,1 la televisión forma parte tanto de la vida cotidiana, igual que la radio, que no es preciso hablar de ella salvo para quejarse, ya que la paradoja es que nos es indispensable sin que nosotros estemos satisfechos. Todo el mundo se sirve de ella pero nadie está contento. Este doble movimiento, uso y decepción, si cambia la libertad crítica del público, contribuye también a la pérdida de legitimidad de la televisión.

La fuerza de la televisión reside en este uso banal, pero alejado, que constituye el reconocimiento de su papel para descifrar el mundo. Ahora bien, es falso decir que el telespectador se deja engañar por lo que ve; cuando es engañado es porque quiere. Aquí encontramos algo importante pero que no consigue ser entendido: el público está dotado de inteligencia crítica y, aunque otorgue un inmenso éxito a la televisión, sabe guardar las distancias. Mirar no significa obligatoriamente adherirse a lo que se mira. Leemos un periódico, escuchamos la radio, miramos la televisión, pero no pensamos menos por eso. Dicho de otro modo, el persistente éxito popular de los medios de comunicación de masas debería haber hecho muy pronto reflexionar ante la complejidad de la recepción, la inteligencia del público y la imposibilidad de reducir la televisión, del mismo modo que la radio y la prensa escrita, a una manipulación de la conciencia.

Hay un juego silencioso aunque extremadamente activo entre «este reloj inmóvil del tiempo que pasa», utilizado por cada uno de nosotros, a merced del estado de ánimo, de la edad, de la felicidad y del malhumor, y que es uno de los medios de acercarse a la realidad histórica. ¿Qué serían nuestras vidas sin la televisión, o sin la radio y los periódicos, para acceder al mundo y comprenderlo? ¿De qué hablaríamos cada día Es preciso acabar con esta mitología, que ayer era auténtica y hoy ha sido experimentada por los medios de comunicación. Al contrario. El espacio de comunicación, las oportunidades de apertura al mundo y los temas de curiosidad y de comprensión son mucho más amplios actualmente, en la medida del nivel cultural de la población es más elevado.

En resumen, el éxito de la televisión es inmenso, real, duradero, a la altura del desafío de una sociedad abierta, incluso si cada uno de nosotros, día tras día, se queja de la mala calidad de los programas, aunque, de todas formas, los mire. Si la diferencia -entre la oferta y la demanda implícita de programas es cada vez más evidente, lo que explica, en parte, el éxito de los medios de comunicación temáticos, no debemos olvidar tampoco que la dificultad de la televisión es intentar facilitar un acceso a la cultura, aunque continúe siendo una diversión. La televisión es un espectáculo y no puede ser una escuela en imágenes. Sin ellas los usuarios abandonan. La solución, desde siempre, consiste en partir de esta necesidad de distracciones para elevarlas hacia los programas de calidad, y hay mil maneras de aliar espectáculo y cultura, diversión y calidad. Esta evidencia de la comunicación de masas le da fuerza y explica su papel inestimable de vínculo social y de apertura a la cultura contemporánea. Esta banalidad de la televisión es probablemente también un medio para soportar la prueba de la apertura al mundo, extraordinariamente desestabilizante, ya que olvidamos con demasiada frecuencia que esta apertura hace tambalear los reparos, las convicciones y las certezas y ofrece la mayor parte del tiempo el espectáculo de los malhumores de la humanidad. 

La diversión y la heterogeneidad de los programas son, sin duda, uno de los modos de compensar los efectos desestabilizantes de esta apertura al mundi. Por otro lado, la banalidad es también uno de los símbolos de la comunicación de masas. En lugar de ver en ella un descrédito, deberíamos ver, por el contrario, la huella de una inmersión de la televisión en la cultura contemporánea. Es decir, es necesaria toda ausencia de interés teórico sobre la posición de la cultura de masas para ver en la banalidad de la televisión un argumento suplementario de su falta de interés, desde el momento en que se trata exactamente de lo contrario. La banalidad es la condición por la cual la televisión juega este papel de apertura al mundo, tanto por la experiencia personal como por el acceso a la historia.

Por lo demás, no faltan ejemplos, en el pasado más reciente, que ilustren el papel principal de la televisión en algunas situaciones históricas muy tensas. En Rusia, la televisión juega desde 1992, un papel fundamental por la contribución a la nueva política democrática, y permite a millones de ciudadanos acceder libremente a todas las mutaciones del poder político. En Sudáfrica, la fuerte mediatización de la vida pública, y los trabajos retransmitidos de la «comisión verdad, justicia y reconciliación» son una condición vital para la paz civil. En Brasil, la televisión tiene una presencia cotidiana a través del papel que juega Globo, compañía que, a pesar de ser privada, con su poder se ha convertido en una institución directa de la democracia. ¿Y qué decir, por ejemplo, de Italia, donde la operación judicial «Manos limpias» entre 1985 y 1995 encontró en la mediatización el modo de sensibilizar a la población? Los ejemplos podrían multiplicarse. Estamos tan acostumbrados al papel esencial de la televisión en la democracia que olvidamos cómo esta banalidad aparente cumple en realidad una misión esencial. Evidentemente, hay ejemplos contrarios, como el caso Clinton en los Estados Unidos en el otoño de 1998, donde la hipermediatización mostró las confusiones entre política, justicia y medios de comunicación, vida pública y vida privada. Pero se trata de los Estados Unidos, donde la prensa, desde hace más de veinte años, sobrepasa constantemente su papel, haciendo creer al mundo entero que ella es «la vanguardia» de la democracia.

Estas diferencias entre el importante papel que juega la televisión y la conformidad crítica que lo rodea ilustran una vez más la falta de reflexión de las élites sobre la sociedad contemporánea, y muestran cómo sus constantes críticas hacia la sociedad de masas, bajo el abrigo de la lucidez, expresan su conformidad y demuestran su retraso en comprender tres grandes cuestiones de la modernidad: la comunicación, la cantidad y la relación entre esfera pública y esfera privada en una sociedad abierta.

La banalidad y el carácter de insatisfacción de la televisión y, más generalmente, de la cultura de masas no se deben, pues, a nuestra sociedad, sino a su crédito. En primer lugar, porque son el resultado de un inmenso trabajo de emancipación cultural empezada hace un siglo, y luego porque esta banalidad es una de las puertas de entrada esenciales a la comprensión de las contradicciones de la sociedad contemporánea.

En realidad, no son las insuficiencias de la televisión las que plantean más problemas, sino la postura de las élites culturales que, en lugar de ver una de las características esenciales de una sociedad compleja, han intuido la confirmación de todos sus prejuicios hacia la cultura de masas. Esta conformidad crítica conlleva una gran dificultad para comprender el mundo contemporáneo, una buena conciencia y una incapacidad de ver que, en dos generaciones, hemos pasado de dos culturas, la cultura de élite y la cultura popular, a cuatro formas de cultura, la cultura de élite, la mediana, la de masas y la particular. El fracaso no es tanto debido a la imperfección de los medios de comunicación de masas, como a la pereza de nuestras élites para pensar en la democracia de masas, de la que los medios de comunicación son a la vez un símbolo y una de las principales vías de entrada. La paradoja es siempre la misma: no se trata más que de hacer vivir la democracia de masas, presentada como el único sistema político viable, los partidos, los sindicatos y los movimientos de opinión aunque, simultáneamente, critiquemos todas las manifestaciones concretas, entre las que se encuentran los medios de comunicación de masas en primer lugar.

De hecho, estoy sorprendido de que, en veinte años, la curiosidad intelectual hacia estas cuestiones esenciales para el futuro haya aumentado tan poco a pesar de la multiplicación sustancial de las formaciones universitarias y de los trabajos de investigación. A pesar de estos cambios, las élites repiten con una buena conciencia exquisita los mismos estereotipos sobre la televisión que hace treinta años, lanzándose sobre ella, sin más distancia crítica que el ciudadano ordinario del cual pretenden distanciarse. Para un investigador como yo, la televisión presenta dos ventajas: valoriza la lógica de la oferta y destaca las dificultades de la comunicación, a saber, la incomprensible diferencia entre las tres lógicas, la del emisor, la del mensaje y la del receptor.

* En: Wolton, Dominique, Internet, ¿y después?: una teoría crítica de los nuevos medios de comunicación.
Capítulo 2. Barcelona: Gedisa, 1999. pp. 69-91.

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